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Una tarde cualquiera, el sur de Europa quedó paralizado. España, Portugal, partes de Francia y Andorra se hundieron en la oscuridad por un apagón masivo que detuvo trenes, cerró aeropuertos, apagó semáforos y dejó a millones de personas desconectadas. Las imágenes de ciudades colapsadas se repitieron como un eco perturbador: metros detenidos, hospitales trabajando con generadores, comercios cerrados por temor a saqueos.
En España, Red Eléctrica informó que la causa podría estar ligada a un fenómeno atmosférico, descartando de momento un ciberataque. Sin embargo, la explicación técnica no apaga la creciente inquietud: ¿estamos realmente frente a un problema de fragilidad de las infraestructuras eléctricas o existe algo más de fondo?
La pregunta se refuerza cuando se observa el mapa global. Buenos Aires, Puerto Rico, Cuba, Sudáfrica, Texas, Ecuador, los Balcanes... regiones diversas en cultura, desarrollo y clima, pero unidas por un mismo síntoma: apagones masivos que paralizan sociedades enteras. México no ha sido la excepción. En estados como Hidalgo, los apagones han afectado el suministro de agua al paralizar equipos de rebombeo, mientras que en 2024 una ola de calor récord dejó a más de catorce estados enfrentando cortes eléctricos por "sobrecarga de la red".
Cada caso tiene sus propias causas técnicas —falta de inversión, fenómenos meteorológicos extremos, redes envejecidas—, pero el patrón es demasiado constante como para no llamar la atención.
Los apagones no son meros inconvenientes. El impacto es profundo y a menudo subestimado. No solo se apaga la luz; se detienen hospitales, se cortan sistemas de agua potable, se colapsa el transporte, se interrumpen comunicaciones críticas y se fragiliza la seguridad pública. Los sectores productivos pierden millones en cuestión de horas, y el tejido social se tensa, sobre todo en contextos de inestabilidad económica o política.
Hoy, la mayoría de las personas no dimensiona la gravedad de lo que representan los apagones masivos a nivel mundial. Se acepta como una molestia pasajera, sin entender que la electricidad es la columna vertebral de las sociedades modernas. Sin ella, no solo dejamos de ver de noche: dejamos de ser funcionales como comunidades organizadas.
¿Estamos, entonces, simplemente frente a una crisis de mantenimiento y modernización? ¿O asistimos al preludio de una transformación más profunda, donde fenómenos naturales, vulnerabilidades estratégicas y tensiones globales se combinan para reconfigurar el mapa de las certezas cotidianas?
La oscuridad que cayó sobre Europa puede ser un aviso. Tal vez no solo sobre cables y torres de transmisión, sino sobre un nuevo orden donde la estabilidad energética —que creíamos garantizada— se convierte en un lujo frágil, reservado para quienes estén mejor preparados para enfrentar la incertidumbre.