![]() |
En el escenario de tensiones que caracteriza a México, un tema resuena con imperiosa urgencia y pertinencia: el reconocimiento y la protección de los derechos humanos de las víctimas. En un país históricamente embebido en un contexto de violencia estructural y desbordada inseguridad, las víctimas emergen no solo como cifras que engrosan los informes anuales, sino como personas con rostros, nombres y relatos que esperan justicia y reparación. La endeudada respuesta institucional ante este fenómeno supone uno de los desafíos más apremiantes para el Estado mexicano en materia de derechos humanos.
Desde la perspectiva de los derechos humanos, las víctimas de violaciones graves —que incluyen desapariciones forzadas, tortura, ejecuciones extrajudiciales, y feminicidios— enfrentan una doble victimización. Sufren, en primer término, por el daño directo infligido, y posteriormente, por la insensibilidad o inacción de las instituciones que deberían protegerlas y reivindicarlas. México ratificó múltiples tratados internacionales, como el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, que lo comprometen a garantizar estos derechos, no obstante, el Estado se ha mostrado en demasiadas ocasiones incapaz de traducir dichos compromisos en actos concretos y eficaces.
Dentro del engranaje gubernamental, las fiscalías y procuradurías enfrentan considerables limitaciones, a menudo operando sin los recursos humanos y técnicos necesarios para realizar investigaciones diligentes que deriven en procesos judiciales sólidos. La impunidad, con tasas que superan el 90% en determinados delitos, se yergue no solo como un problema legal, sino también como un indicador de la erosión de confianza en las instituciones. La confianza en el sistema jurídico es esencial para cualquier sociedad que pretende edificarse sobre las bases del estado de derecho.
Es ineludible la mención de la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas (CEAV), creada para proporcionar apoyo y asistencia a nivel federal. A pesar de su existencia proclamada, su impacto tangible ha sido objeto de duras críticas por organizaciones de la sociedad civil y órganos internacionales de derechos humanos, que reiteran su limitado alcance y operatividad. La situación es análoga en diversas instancias estatales, donde la disparidad en procedimientos y capacidades también plantea serias inquietudes sobre la equidad y justicia territorial.
Para avanzar en este panorama desafiante, se requiere más que simples reformas legales. Es vital una reestructuración institucional integral que permita una apropiada asignación de recursos y capacidades, y que esté lógicamente orientada hacia una cultura organizacional basada en los derechos humanos. La formación y sensibilización de funcionarios públicos es igualmente crucial para cambiar las actitudes respecto a la atención a las víctimas.
Además, la sociedad civil y las organizaciones no gubernamentales juegan un papel invaluable en la fiscalización del cumplimiento de los compromisos gubernamentales. Los esfuerzos coordinados, mediante auditorías sociales y denuncias públicas, han demostrado ser herramientas efectivas para forzar cambios legislativos y gubernamentales, así como para visibilizar continúas injusticias.
En conclusión, México se encuentra en un momento crucial en su camino hacia la justicia y la equidad. Frente a las víctimas y sus reclamos legítimos, la arena institucional mexicana tiene una oportunidad histórica de revertir la trayectoria de impunidad y negligencia para convertirse en un verdadero garante de los derechos humanos. Las víctimas no pueden seguir siendo siluetas invisibles en el fondo de un drama nacional; deben ser escuchadas, reconocidas y, finalmente, restituidas en el pleno goce de sus derechos fundamentales.